Esta es una historia real, llena de aristas y sombras, sobre la condición humana.
A
fines de los sesenta, con trece años, la argentina Silvia Labayru era
una adolescente tímida, lectora, amante de los animales, entusiasta de
John F. Kennedy, hija de una familia de militares que incluía a su
padre, miembro de la Fuerza Aérea y piloto civil. A esa edad ingresó en
el Colegio Nacional Buenos Aires, una institución pública de gran
prestigio, donde entró en contacto con agrupaciones estudiantiles de
izquierda y se transformó en una militante aguerrida. En marzo de 1976
se produjo en la Argentina un golpe de Estado que dio comienzo a una
dictadura militar. Para entonces, embarazada de cinco meses y con veinte
años, Labayru integraba el sector de Inteligencia de la organización
Montoneros, un grupo armado de extracción peronista. El 29 de diciembre
de 1976 fue secuestrada por militares y trasladada a la ESMA, la Escuela
de Mecánica de la Armada, donde funcionaba un centro de detención
clandestino en el cual se torturó y asesinó a miles de personas. Allí
tuvo a su hija que, una semana más tarde, fue entregada a los abuelos
paternos. En la ESMA, Labayru fue torturada, obligada a realizar trabajo
esclavo, violada reiteradamente por un oficial y forzada a representar
el papel de hermana de Alfredo Astiz, un miembro de la Armada que se
había infiltrado en la organización Madres de Plaza de Mayo, un
operativo que terminó con tres Madres y dos monjas francesas
desaparecidas. La liberaron en junio de 1978 y en el avión rumbo a
Madrid, junto a su hija de un año y medio, pensó: «Se acabó el
infierno». Pero el infierno no había terminado. Los argentinos en el
exilio la repudiaron, acusándola de traidora a raíz de la desaparición
de las Madres. Abominada por quienes habían sido sus compañeros de
militancia, arropada por unos pocos amigos fieles exiliados en Europa,
hizo una vida. Hasta que en 2018 la contactó desde Buenos Aires un
hombre que había sido su pareja en los años setenta y, en una secuencia
en la que se funden manipulaciones familiares que torcieron el destino,
comenzó a urdirse una historia que continúa hasta hoy.
La
periodista Leila Guerriero comenzó a entrevistarla en 2021, mientras se
esperaba la sentencia del primer juicio por crímenes de violencia sexual
cometidos contra mujeres secuestradas durante la dictadura, en el que
Labayru era denunciante. A lo largo de casi dos años, habló con sus
amigos, sus exparejas, su pareja actual, sus hijos y sus compañeros de
cautiverio y de militancia. El resultado es el retrato de una mujer con
una historia compleja en la que se amalgaman el amor, el sexo, la
violencia, el humor, los hijos, los padres, la infidelidad, la política,
los amigos, las mudanzas, y en la que sobrevuela una llamada telefónica
que, realizada desde la ESMA el 14 de marzo de 1977, le salvó la vida.
«El
buen periodismo y la buena literatura son una y la misma cosa, y Leila
Guerriero sabe escribir esa cosa (se la llame como se la quiera llamar)
como ningún otro entre los periodistas latinoamericanos contemporáneos»
(Patricio Pron).
«El periodismo que practica Leila Guerriero es el de los mejores redactores del New Yorker: implica trabajo riguroso, investigación exhaustiva y un estilo de precisión matemática» (Mario Vargas Llosa).